El señor hepático

Había una vez una gran fábrica, con muchos, pero que muchos trabajadores, llamada organismo. Cada uno de ellos estaba especializado en una labor. Los corazonados, los respiradores, los eliminadores, los observadores, los transformadores… A pesar de cada cada uno hacía muy bien su trabajo, todos sabían que los unos sin los otros no podían funcionar.

De entre todos ellos, el más humilde era el señor Hepático. Nunca se quejaba por nada, a pesar de que cualquier fallo que cometiesen los demás recaía sobre él. O sea, que tenía el trabajo de más responsabilidad.

Se pasaba el día dirigiendo el tráfico de la factoría. Tenía que haber un flujo continuo de aire y energía, contenidos en un líquido rojo, para que todos respirasen  y pudiesen trabajar.

Además, con ayuda de su amiga Biliarosa mandaba un fluido amarillo y amargo a la central de transformación, donde todos los alimentos se reducían a componentes del líquido rojo.

La labor más difícil para el señor Hepático era la de limpieza. Había días que no daba a basto y sólo podía centrarse en eliminar desechos de todas las guarrerías que le venían: restos de bebidas alcohólicas, chocolate, golosinas, grasas, tabaco, bollería y  medicamentos. Si a esto le añadían atascos de tráfico,¡¡ buff!!! sentía una rabia tan grande que no sabía qué hacer y cuando no podía más o gritaba o se ponía a llorar.

Todos lo apreciaban mucho, pero como ocurre muchas veces en la vida, pocos se lo decían.

Un día, cuando empezaba la primavera, el dueño de la empresa, como muestra de agradecimiento, le regaló unas vacaciones en un spa. El tratamiento consistía en baños de limón y aceite de oliva y unas envolturas en hierbas amargas durante 15 días.

Al regresar al trabajo todos lo miraban estupefactos. Estaba rebosante de energía y con un brillo especial en la mirada.